sábado, 29 de enero de 2011

EXPERIENCIA DE DIOS EN LA BIBLIA



Hablar de la experiencia bíblica de Dios en pocas páginas no es una empresa fácil. Es pretender encerrar en un pequeño depósito las aguas de un océano inmenso, porque la experiencia bíblica de Dios se va realizando lentamente en el encuentro de Dios con un pueblo que Él elige y al que educa “como un padre a su hijo” (Dt 8,5). Es una experiencia condicionada por muchos factores. Se da en un abanico de situaciones diferentes y se expresa muchas veces en forma provisional antes de llegar a configurarse con rasgos más precisos, aunque siempre imperfectos porque Dios “habita en una luz inaccesible” y “nadie lo ha visto ni puede ver” (1Tim 6,16). En múltiples ocasiones y de muchas maneras Dios se fue manifestando en la historia de Israel hasta que reveló con claridad su rostro en su Hijo (cf Heb 1,1-2).

La revelación de Dios, que está a la base de la experiencia que de Él se va teniendo, se va transmitiendo a través de diversas tradiciones y enfoques. Los libros bíblicos presentan la experiencia de Dios desde perspectivas  diferentes. No sin razón se distinguen los libros históricos, proféticos y didácticos o sapienciales. Todos parten de la vida iluminada por la fe. En ella experimentan a Dios, pero expresan con formas y estilos variados el sentido que -dentro de una revelación gradual tienen para ellos las epifanías de Dios en la historia. Y esto no sólo en el Antiguo Testamento, también en el Nuevo encontramos acentos y matices peculiares en cada uno de los escritos. Las comunidades sinópticas, paulinas y joaneas donde surgen sellan con sus circunstancias particulares la transmisión de la experiencia de Dios. Por eso la revisten de tonos y matices propios.

La experiencia bíblica de Dios ayuda a comprender al mismo tiempo el sentido del mundo, de la existencia humana y de su historia, pero no se limita solo al campo de los conceptos o de la reflexión. En la experiencia bíblica de Dios se percibe la necesidad de un compromiso con la vida. Es una experiencia en la vida y para la vida.

Dentro de los muchos caminos para acercarnos al análisis de la experiencia bíblica de Dios y para esbozar una visión panorámica que señale derroteros para una ulterior profundización, escogemos el de poner de relieve algunas características que aparecen en los diferentes escritos del Antiguo y del Nuevo Testamento, considerados aisladamente o como formando un grupo de libros de la misma índole histórica, profética o sapiencial. Al final podremos tener delante el multiforme rostro del Dios que la experiencia bíblica, experiencia modelo, nos ha hecho llegar como testimonio de Dios que sale al encuentro del hombre para manifestarse a Él, para cuestionarlo y para invitarlo a ser su colaborador en la historia. Entrar en sintonía con la experiencia bíblica de Dios permite igualmente ver con nuevos ojos la realidad y la propia vida, la vida de los demás, los acontecimientos: todo se hace transparente y en todo se puede descubrir a Dios presente y cercano; impulsando a la transformación del mundo de acuerdo con su proyecto a través de una esperanza activa y de un amor concreto y eficaz al hermano.

Es importante no olvidar que la Biblia es obra de un pueblo; que en ella se encuentra, por tanto, no la experiencia de los escritores solamente, sino la de toda la comunidad creyente que, guiada por Dios, lo va descubriendo y conociendo en su historia en forma gradual hasta que Cristo manifiesta al Padre con obras y palabras.

miércoles, 26 de enero de 2011

Sigamos Ardorosamente en Pos de Dios A. W. Tozer



Mi alma sigue ardorosa en pos de ti;
tu diestra me ha sostenido. Salmos 63:8 V. M.

La teología cristiana enseña la gracia preveniente, que, dicho brevemente, significa que el hombre, antes que busque a Dios, Dios está buscándole.
Antes que el hombre pueda pensar bien acerca de Dios, debe haber en él una iluminación interior. Esta puede ser imperfecta, sin embargo, el hecho existe y es la causa de todos los anhelos, búsquedas y oraciones subsiguientes.
Buscamos a Dios porque él ha puesto en nosotros deseos de dar con él. "Nadie puede venir a mi —dijo el Señor Jesús- si mi padre celestial no le trajere" Y es esa atracción de Dios lo que nos quita todo vestigio de mé­rito por haber acudido a él. El impulso de salir en busca de Dios emana del propio Dios, pero el resultado de dicho impulso es que sigamos ardorosamente en pos de él. Y mientras andamos en pos de él, estamos en sus manos. "Tu diestra me ha sostenido" Salmos 63:8 V.M.
En este sostén divino, y seguimiento humano no hay contradicción alguna, porque como dice von Hugel, Dios es siempre previo Pero en la práctica (esto es, cuando el hombre responde a la obra de Dios) el hombre debe salir en busca de Dios. Debe haber de nuestra parte una respuesta recíproca a la atracción de Dios, si quere­mos disfrutar de la experiencia. Este interés, este anhelo ferviente, lo tenemos expresado en el Salmo 42, donde dice "Como el siervo brama por las corrientes de las aguas, así clama por tí, oh Dios, el alma mía. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo. ¿Cuándo vendré, y compareceré delante de Dios?" Este es un profundo lla­mado a lo profundo, y así lo entenderá el corazón anhe­lante.
La doctrina de la justificación por la fe -verdadera­mente bíblica y bendita liberación del legalismo estéril y los vanos esfuerzos personales- ha caído en nuestros días en mala compañía. Muchos la han interpretado en manera tal que ha formado una barrera entre el hombre y el conocimiento de Dios. Todo el procedimiento de la conversión religiosa ha llegado a ser una cosa mecánica y sin espíritu. La fe, según dicen, puede llegarse a ejer­cer sin que tenga nada que ver con los actos de la vida, y sin turbar para nada al yo adámico. Se puede "recibir" a Cristo sin entregarle el alma ni tenerle amor alguno. El alma es salvada, pero no llega a sentir hambre y sed de Dios. Los que sostienen tal doctrina reconocen que el alma es capaz de contentarse con muy poco.
El hombre de ciencia moderno ha perdido a Dios entre las maravillas de su mundo.         Nosotros los cristianos corremos peligro de perder a Dios entre las maravillas de su Palabra. Casi hemos olvidado que Dios es Persona, y que, por tanto, puede cultivarse su amistad como la de cualquier persona. Es propio de la persona conocer a otras personas, pero no se puede conocer a una a través
De un solo encuentro. Solo al cabo de prolongado trato y compañerismo se logra en pleno conocimiento.
Toda relación social entre los seres humanos se ori­gina en el trato personal de unos con otros. A veces comienza con un encuentro casual, pero con el trato continuo dicho encuentro fugaz se convierte en la más íntima amistad. La religión, siempre que sea genuina, es la respuesta que dan las personas creadas al Creador. "Esta, empero, es la vida eterna, que te conozcan el solo Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado."
Dios es persona, y en las profundidades de su pode­rosa naturaleza piensa, tiene deseos, goces, sentimientos, amor y padecimientos, como puede tenerlos cualquier otra persona. Para darse a conocer a nosotros se nos pre­senta como una persona. Se comunica con nosotros por medio de nuestra mente, nuestra voluntad y nuestras emociones. El intercambio continuo e ininterrumpido de amor y pensamiento entre Dios y el alma creyente, es el corazón palpitante de la religión del Nuevo Testa­mento.
Conocemos esta relación personal entre Dios y el alma por medio de la conciencia que tenemos de ello. Se trata de algo personal, que no nos llega por conducto de un grupo de creyentes, sino que cada persona, indi­vidualmente, sabe lo que es. El conjunto se entera de ello por medio de las personas que lo forman. Y la per­sona es bien conciente de ello, porque es imposible que el alma no se entere de ello, como ocurre con el bautis­mo de niños. Entra dentro de la esfera del conocimien­to, de modo que el hombre "sabe" lo que es encontrarse con Dios, como sabe de cualquier otra cosa que le ocurre.
Usted y yo somos en pequeño (exceptuando nues­tros pecados) lo que Dios es en grande. Habiendo sido hechos a la imagen suya, tenemos la facultad de cono­cerle. Cuando estamos en el pecado, carecemos de ese poder, pero cuando el Espíritu nos da vida en la regene­ración, todo nuestro ser siente el parentesco con Dios. Y gozoso se apresura a reconocerlo. Este es el nacimien­to celestial sin el cual no podemos ver el reino de Dios. Pero la regeneración, o nuevo nacimiento, no es el fin del proceso sino simplemente el principio. Es el mero momento cuando comenzamos la búsqueda, la feliz exploración que hace el alma en busca de las inescrutables riquezas de la Divinidad. Es ahí donde comenzamos, pero nadie puede decir dónde nos detendremos, pues las misteriosas profundidades de Dios, Trino y Único, no tienen fin.
Mar sin límites, ¿quién podrá sondearte? Tu propia eternidad ha de rodearte, ¡Divina Majestad'
El haber hallado a Dios, y seguir buscándole, es una de aquellas paradojas del amor, que miran despectiva­mente algunos ministros que se satisfacen con poco, pero que no satisfacen a los buenos hijos de Dios de co­razón ardiente.
San Bernardo se refirió a esta santa paradoja en un sonoro cuarteto que comprenderán fácilmente aquellos que rinden culto a Dios con sincero corazón:

Gustamos de tí, santo y vivo pan
y ansiamos seguir comiendo aún más;
Bebemos de tí, puro manantial
Sin querer dejar de beber jamás.

Acerquémonos a los santos hombres y mujeres del pasado, y no tardaremos en sentir el calor de su ansia de Dios. Gemían por él, oraban implorando su presencia, y le buscaban día y noche, en tiempo y fuera de tiempo. Y cuando lo hallaban, les era tanto más grato el encuen­tro cuanto había sido el ansia con que lo habían busca­do. Moisés se valió de que ya conocía a Dios para pedir conocerle más: "Ahora pues, si he hallado gracia en tus ojos, ruegote que me muestres ahora tu camino, para que te conozca, y halle gracia en tus ojos" (Éxodo 33: 13). Y después se atrevió a hacer una solicitud aún más atrevida: "Te ruego que me muestres tu gloria" (vs. 18).
A Dios le agradó este despliegue de ardor, y al día siguiente le dijo a Moisés que subiera al monte, y allá le hizo ver toda su gloria.
La vida de David fue un torrente de deseos espiri­tuales. En sus salmos abundan los clamores del que bus­ca y las exclamaciones del que encuentra. Pablo afirma que el más grande deseo de su corazón era hallar a Cris­to: "y ciertamente aun estimo todas las cosas como pér­dida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y tengo por basura, para ganar a Cristo" (Filipenses 3:8).
Nuestros himnarios tradicionales están llenos oí himnos que expresan el gozo de los creyentes de antaño de haber hallado a Dios después de larga búsqueda. Pero actualmente se cantan muy pocos de esos himnos. Es trágico que dejemos la búsqueda de Dios a unos pocos maestros en lugar de realizarla cada uno de nosotros Hacemos depender toda la vida cristiana del acto inicial de "aceptar" a Cristo (una palabra, de paso, que no se encuentra en la Biblia) y no esperamos que haya después ninguna otra revelación de Dios a nuestras almas. Hemos caído en las redes de la falsa lógica que dice que si ya tienes a Dios, no necesitas buscarle. Tal argumento se presenta como la flor y nata de la ortodoxia, y se da por sentado que ningún cristiano instruido en la Biblia cree otra cosa. Por eso hacen a un lado toda sincera y afanosa búsqueda de comunión espiritual con Cristo, haciendo que los cultos sean meras formalidades sin vida.
Rehuyen así la teología del corazón que experimen­taron y experimentan aún multitudes de santos, y acep­tan una presunta interpretación de las Escrituras que habría asombrado a Jesús y los apóstoles.
Reconozco que hay muchos todavía, en medio de esta general tibieza, que no se conforman con esa lógica superficial. Pero se alejan llorando, buscando algún sitio tranquilo donde orar diciendo, " ¡Oh Dios, muéstrame tu gloria!" Es que quieren probar, tocar con sus cora­zones y ver con los ojos del alma al Dios maravilloso.
Mi deliberada intención es estimular este deseo de dallar a Dios. Es la carencia de ese deseo, de esa hambre, lo que ha producido la actual situación de desgano, ti­bieza y desinterés en que está sumida la iglesia. La vida religiosa, fría y mecánica que vivimos es lo que ha pro­ducido la muerte de esos deseos. La complacencia es la enemiga mortal de todo crecimiento espiritual. Si no sentimos vivos deseos de verle, Cristo nunca se manifestará a su pueblo. ¡El quiere que le deseemos! Y triste es decirlo, él nos está esperando a muchos de nosotros por mucho tiempo.
Cada siglo tiene sus propias características. Actual­mente estamos en una época de complejidad religiosa. Es muy raro encontrar la sencillez de Cristo. Esta ha sido reemplazada por planes, métodos, organizaciones y un mundo de actividades frenéticas que se llevan todo nuestro tiempo y atención, pero que no satisfacen los anhelos del alma. La escasa profundidad de nuestra experiencia, lo hueco de nuestro culto, y la manera servil como imitamos al mundo, todo indica el superfi­cial conocimiento que tenemos de Dios. Y que es muy poco lo que sabemos acerca de su paz.
Si queremos hallar a Dios en medio de tanta apara­tosidad religiosa, lo primero que debemos hacer es encontrarlo a él, para luego seguir en pos de él con toda sencillez. Hoy en dia, como lo ha hecho siempre, Dios se manifiesta a los "niños'' y se oculta de los sabios y en­tendidos. Debemos allegarnos a él del modo más senci­llo, y para ello, debemos valernos de medios esenciales, que son ciertamente muy pocos. Debemos evitar toda cosa que tienda a llamar la atención, y acercarnos a él con el candor y la sinceridad de la niñez. Si así lo hace­mos, Dios no tardará en responder.
Cuando la religión ha dicho la última palabra, nada necesitamos sino a Dios mismo. La mala costumbre de buscar a Dios junto con otras cosas, nos impide ha­llarle a él mismo, y que nos revele toda su plenitud. Es en esas otras cosas donde está la causa de nuestra desdicha. Si dejamos esa vana búsqueda adicional muy pronto encontraremos a Dios, y en él hallaremos todo lo que anhelamos.
El autor del clásico libro inglés The Cloud of Unknowing ("La Nube de lo Desconocido"), nos dice como podemos hacerlo: "Eleva tu corazón a Dios con amor humilde y sincero, y búscalo a él, y no a sus dones.
Piensa en Dios y busca solo a Dios, solo por lo que Dios es. Esta es la obra del alma que más agrada a Dios!'
También recomienda el mismo autor que al orar nos despojemos de 'todo, hasta de nuestra teología, pues ''basta la intención desnuda que se dirige a Dios sin apelar a ningún otro recurso, sino dependiendo úni­camente de él." Por debajo de estos pensamientos descansa la verdad del Nuevo Testamento, pues sigue explicando que "Dios te ha hecho, y te ha comprado, y movido por su tierna gracia, te llama!' Lo que él quiere es la sencillez. "Si queremos que se nos dé la religión envuelta y arrollada en una sola palabra, esta una palabra de dos sílabas, que por su misma pequeñez con­cuerda con la obra del Espíritu. Esta palabra es AMOR!'
Cuando Dios dividió la tierra de Canaán entre las tribus de Israel, Leví no recibió ninguna porción. A esta tribu Dios le dijo simplemente "Yo soy tu parte y tu heredad" (Números 18:20). Y por esta palabra Leví fue más rico que ninguna de las otras tribus, y que todos los reyes del mundo. Aquí hay un principio espiritual que continúa en vigor en el Nuevo Testamento.
El hombre que tiene a Dios por su posesión, tiene todo lo que es necesario tener. Podrá carecer de todos los tesoros materiales, o si los posee, estos no le pro­ducirán ningún placer especial. Y si los ve desaparecer, uno tras otro, apenas podrá sentir la pérdida, porque teniendo a Dios tiene la fuente de toda felicidad. No importa cuántas cosas pierda, de hecho no ha perdido nada. Todo lo que posee, lo posee en Dios, pura y legí­timamente para siempre.

¡Oh Dios! He probado tus bondades, y a la par que ellas me han satisfecho, me han dejado sediento por más. Reconozco que necesito más y más gracia. Estoy avergonzado de mi falta de interés. Oh Dios, Trino Dios, quiero tener más vivos deseos de tí; deseo que me llenes de esos deseos; quiero que me des más sed de tí. Te ruego que me hagas ver tu gloria, para que pueda cono­certe mejor. Comienza dentro de mí una nueva obra de amor. Dile a mi alma, "¡Levántate, oh amiga mía, her­mosa mía, y vente conmigo!" (Cantares 2:10 V.M.) Dame la gracia necesaria para que pueda levantarme y seguir en pos de ti, elevándome por encima de esta tierra baja y nublada donde he andado errante tanto tiempo. En el Nombre de Jesús, amén.